Drogas y el afán prohibidor

Un ensayo sobre las drogas, las prohibiciones y los delirios colectivos

Una idea de Jordi Cebrián

Una de brujas

Aunque algunos puedan considerar esta persecución de carácter precientífico, podemos reconocer en la caza de brujas que tuvo lugar en Europa entre los siglos XV i XVII muchos de los rasgos típicos de las persecuciones rituales que la humanidad viene llevando a cabo de manera periódica sobre determinados grupos ‘criminalizados’, de las que la prohibición de las drogas no es más que el último ejemplo. Charles Mackay definió así el fenómeno: “Un terror epidémico se extendió por las naciones; ningún hombre se sentía seguro, ni en sobre si mismo ni sobre sus posesiones, de las maquinaciones del diablo y sus agentes. Cada calamidad que le sucedía era atribuida a una bruja. […]Francia, Italia, Alemania, Inglaterra, Escocia y el lejano norte se fueron volviendo sucesivamente locos respecto este tema, y durante una larga serie de años llenaron sus tribunales con tantos juicios sobre brujería, que de los otros crímenes apenas o nunca se hablaba. Miles y miles de personas infelices se sentían víctimas de esta cruel y absurda ilusión. En muchas ciudades de Alemania […] el número medio de ejecuciones por este pretendido crimen fue de seiscientas anuales.” La brujería se entendía como la realización de un pacto con el Diablo para obrar el mal por medios sobrenaturales sobre otros. El hecho de que esos hechos sobrenaturales fueran imaginarios y de que los pactos con el Diablo fueran ficciones inventadas por una sociedad temerosa, no impidió que en toda Europa, durante más de dos siglos, se juzgara, condenara y ejecutara a unas quinientas mil personas, mayoritariamente mujeres, por delitos que no cometieron y que era imposible cometer.

Existen ciertos rasgos definitorios de la caza de brujas que son de especial importancia y que coinciden, como veremos más adelante, con muchos aspectos de la actual cruzada antidrogas:

a) Definición de un problema inexistente, sobre bases irreales, obteniendo a partir de dicha definición las consecuencias que se decían prever.
b) Uso de la histeria colectiva generada artificialmente, para usos políticos y corporativistas.
c) Aporte de justificaciones de orden filosófico, moral, religioso y médico, por parte del mayor número de pensadores o figuras influyentes de la época.
d) Persecución de un grupo social al que los poderes imperantes de la época quieren sojuzgar, mediante la condena, sobre bases científicas o religiosas, de ciertas actividades que les son propias o de ciertos rasgos que las definen.
e) Lucha entre la medicina oficial y la ‘medicina sin licencia’. En particular, persecución del uso de ‘fármacos’ no recetados por la clase médica.

Trataré brevemente cada uno de estos puntos. En primer lugar, pocos dudarán que los males atribuidos a los actos de brujería, por los que se condenó a tantas mujeres, no eran fruto de la existencia real de pactos con el diablo que provocaran desgracias en aquellas sociedades. Excepto algún iluminado, nadie duda hoy que los animales muertos, los puentes hundidos, los incendios, las enfermedades o las diversas desgracias de las que se hacía responsable a las brujas tenían poco de diabólico. No es casual que esa histeria se diera, no en la Edad Media, donde lo prohibido era creer en brujerías, sino en pleno Renacimiento, la época que los libros de texto caracterizan por el sentido individualista de la existencia, la fe en el progreso y el avance científico y la secularización de la sociedad. Es manifiesta la necesidad de disponer de un chivo expiatorio al que culpar de todos los males e inseguridades, en una época de perturbaciones, de crisis religiosas y de replanteamiento de los valores, con la inseguridad vital creada por esos cambios y por las convulsiones sociales que toda transformación de ese calado conlleva. Por eso, podemos hablar de la brujería como de un problema generado, no por el diablo y sus seguidores, sino por quienes la perseguían y definían. El antropólogo Marvin Harris es claro en esto: “El supuesto de que la principal ocupación de los cazadores de brujas era la aniquilación de éstas se basa en la conciencia del estilo de vida que profesaban los inquisidores. Pero el supuesto contrario -a saber, que los cazadores de brujas hicieron un esfuerzo extraordinario para aumentar el aprovisionamiento de brujas y difundir la creencia que las brujas eran reales, omnipresentes y peligrosas- se asienta en muy sólidos elementos de juicio. […] La situación exige que nos preguntemos no por qué estaban los inquisidores obsesionados con destruir la brujería, sino más bien por qué estaban tan obsesionados con crearla. Prescindiendo de lo que ellos o sus víctimas pudieran haber pretendido, el efecto inevitable del sistema inquisitorial fue hacer más verosímil la brujería y, por tanto, incrementar el número de acusaciones de brujería.”

Los esfuerzos por generar y mantener el problema se efectuaban desde todos los ángulos: fuerte implicación de la economía en los procesos por brujería, convirtiendo su persecución en una fuente de ingresos directa o indirecta para muchas personas; establecimiento de coartadas religiosas, morales, médicas y científicas mediante la creación de un fuerte aparato teórico que justificara la existencia del problema así como sus métodos para solucionarlo; adaptación de las leyes para hacer posible la persecución de crímenes inexistentes mediante la anulación de las garantías procesales en casos de brujería; fomento de las confesiones seguidas de delaciones; etc. Como veremos más adelante, resulta evidente que una superchería de estas dimensiones sólo puede mantenerse cuando la mayoría de la sociedad obtiene algo a cambio, ya sea de orden material o psicológico. En particular las clases dirigentes obtenían una coartada perfecta para sus acciones, siendo como eran las brujas y los demonios los responsables, para las masas, de las desgracias que acontecían y no el modo de gobernar de los poderosos. Pero es que además, la necesidad evidente de librar a la sociedad del peligro brujeril, fortalecía al poder y al estado: “Preocupadas por las actividades fantásticas de estos demonios, las masas depauperadas, alienadas, enloquecidas, atribuyeron sus males al desenfreno del Diablo en vez de a la corrupción del clero y la rapacidad de la nobleza. La Iglesia y el Estado no sólo se libraron de toda inculpación sino que se convirtieron en elementos indispensables.”

Al igual que hoy en día sucede con el tema de las drogas, también entonces grandes pensadores justificaron, cuando no ayudaron a crear, tal cúmulo de injusticias y despropósitos. Hay una obra que constituye, en este sentido, el compendio de todo el aparato teórico de la época: el Malleus Maleficarum o ‘Martillo de Brujas’. Este libro, del que se hicieron montones de ediciones alemanas, inglesas, francesas e italianas, fue publicado por primera vez en 1486 y mantuvo su fama hasta finales del siglo XVII. Sus autores, Jakob Sprenger y Heinrich Kramer, eran dos eruditos dominicos de gran prestigio en la época, cosa que contribuyó a la rápida difusión de sus memeces. Merece la pena comentar brevemente la estructura del libro, que consta de tres partes. En la primera, el objetivo es hacer ver que, aunque pudiera no parecerlo, existe un problema, y muy grave, con la brujería, que conlleva un grave peligro para la fe católica. No percibir este problema como tal implica herejía y sostener que no existen brujas es, pues, una acción que debe perseguirse y castigarse. Ya tenemos pues un problema a partir de la nada y a cuya existencia ‘no es lícito oponerse’. En la segunda parte, se describen ‘científicamente’ los elementos concretos que configuran ese problema a combatir: tipos de brujas y descripción de sus rituales; categorización de los pactos con el Diablo; descripción de los diferentes tipos de relaciones sexuales que pueden tenerse con demonios; explicación de las metamorfosis que pueden operar las brujas para cambiar de forma o convertir a los animales en personas y viceversa; descripción de cómo destruyen el ganado, las cosechas, etc. Así pues, se sancionaban de manera oficial, por personas entendidas y de prestigio, todo género de paparruchas supersticiosas fabuladas desde siempre por la imaginación popular. Por último, y resultando evidente que dichas monstruosidades deben perseguirse, Sprenger y Kramer se dedican a elaborar las normas legales y formales necesarias para perseguir a las brujas, consiguiendo su condena. Montan para ello un elaboradísimo sistema que distingue entre las jurisdicciones inquisitoriales, episcopales y civiles, implicando a todas ellas en la persecución. Se exponen los métodos para arrestar, encarcelar, interrogar y torturar a las brujas, orientado todo ello a obtener una confesión, sin la cual no era legalmente lícito quemar a nadie, si bien pronto la confesión se convirtió en un formalismo del que podía prescindirse, dado que la ausencia de la misma tras las torturas no hacía más que reafirmar la idea de un pacto diabólico que hacía a la bruja imposible la confesión.

A partir de esta obra se pondría en práctica todo el tinglado destinado a mantener la persecución indiscriminada. Como ocurre con el tema de las drogas, la legislación tuvo que ser adaptada para defender a la sociedad de un peligro de tal magnitud, que volvía inútiles los procedimientos clásicos. Jean Bodin, en 1580 explicaba así el hecho de que se considerara la brujería como crimen exceptum (delito excepcional): “Por tanto, el acusado de brujería jamás debe ser totalmente absuelto ni liberado a menos que la calumnia del acusador sea más clara que el sol, ya que las pruebas de tales delitos son tan oscuras y difíciles que no se acusaría ni castigaría ni a una bruja entre un millón si el procedimiento se rigiera por las normas ordinarias” . Tal vez a alguien puedan sonarle estos argumentos familiares, por ejemplo en la defensa que se hizo de la Ley Corcuera (también conocida como Ley de la Patada en la Puerta). En parecidos términos se oyen constantemente invocaciones hoy para defendernos del narcotráfico. Esa declaración de la brujería como ‘crimen excepcional’ para el que no valían las garantías procesales habituales, fue la que permitió el uso de torturas, la aceptación de testimonios inculpadores realizados por niños o perjuros, etc. Y el estudioso del fenómeno, Rossell Hope Robins nos recuerda: “En las pocas zonas en que se rechazó la idea del crimen exceptum no hubo brujería.” Por supuesto. Cuando se trata de crímenes imaginarios, es el hecho de que exista la figura delictiva lo que genera el crimen.

Podemos razonar que, en aquel tiempo, el conocimiento de los fenómenos naturales, las relaciones de causalidad y la separación entre ciencia y magia eran muy inferiores a los actuales y que eso motivó el error de apreciación que llevó a torturar y quemar a miles de personas. Pero de acuerdo con Robins, “como ya en aquella época se ofreció una alternativa racional, humanista y científica que se rechazó por completo, cualquier persona que piense tiene el derecho y el deber de condenar a los demonólogos por haber instaurado un oscurantismo que retrasó el desarrollo de la civilización varios siglos.”

El hecho de que la cacería de brujas fue, además, una herramienta utilizada para sojuzgar a las mujeres, es sostenido por muchos de los historiadores que han tratado el tema. En ellas recayeron más del 80% de las acusaciones de brujería. Ya Sprenger y Kramer utilizaron su Malleus Maleficarum para definir, erróneamente, la etimología de fémina, haciendo derivar la palabra de fe- y -minus, es decir, ‘con menos fe’. Esta represión de las mujeres, al margen de preservar un orden social de poder masculino, estaba en este caso directamente ligada con otro de los puntos que he citado como característicos de la caza de brujas: la competencia entre la medicina oficial y el ‘curanderismo’. Existía la figura de la ‘bruja blanca’, mujer con capacidad para sanar mediante el uso de ungüentos, hierbas medicinales, y una sabiduría adquirida por tradición. La medicina oficial, aunque muy restringidas sus atribuciones por el poder de la Iglesia, estaba al alcance sólo de los ricos y a la mayoría de la población le quedaban sólo a su disposición los remedios eclesiales clásicos para todos los males del mundo: oración, ayuno y abstinencia. No es de extrañar pues que la competencia ‘ilícita’ de las brujas blancas molestara a unos y a otros. La persecución de las brujas incluyó, cómo no, a estas mujeres, pese a reconocerse que sanaban. En el año 1608, William Perkins escribe: “Pues en cuanto el hijo, el amigo o el ganado de un hombre sufre una enfermedad o lo aflige un mal extraño o desconocido, lo primero que hace es acudir a un curandero o curandera en busca de ayuda… Y quien así ha sido curado, no podrá decir, como David: ‘El Señor me ha ayudado’, sino ‘el Diablo me ha ayudado’, pues gracias a éste ha sanado. […] Aunque el brujo fuera beneficioso en muchos sentidos y no causara daño, sino que obrara el bien, como ha renunciado a Dios, su rey y creador, y ha entrado con otras leyes al servicio de los enemigos de Dios y su Iglesia, la muerte es el justo castigo que le reserva Dios, pues no debe vivir.” Las brujas blancas, conocedoras de la farmacopea natural, sabían de los poderes curativos de ciertas drogas. En este sentido, es sabido que la composición de los ungüentos con que las brujas untaban palos y que se aplicaban entre las piernas para, mediante su absorción a través de las mucosas vaginales, procurarse visiones (los vuelos de las brujas sobre escobas), incluía sustancias psicoactivas y alucinógenas como la atropina, que se encuentra en el beleño, la mandrágora y la belladona. Las brujas blancas eran pues, de hecho, narcotraficantes: poseían sustancias cuyo uso estaba restringido a ciertos estamentos con poder y se las vendían a otros para que las usaran. Los medicamentos eran algo reservado para los médicos, y éstos debían ser hombres. Usados por mujeres, se convertían en sustancias diabólicas y en una de las principales pruebas inculpatorias de los procesos por brujería. Las que eran, usadas correctamente, sustancias curativas o recreativas extraídas de la naturaleza, se convirtieron durante la caza de brujas en “brebajes a base de hostias y vino consagrados, con polvos de cabra, huesos humanos, calaveras de niños, pelos, uñas, carne humana y semen de hechicero, además de trocitos de ganso, rata y sesos.” Como vemos, el uso deformado del lenguaje con objeto de atemorizar no es nuevo ni propio tan sólo de nuestras autoridades antidrogas.