Drogas y el afán prohibidor

Un ensayo sobre las drogas, las prohibiciones y los delirios colectivos

Una idea de Jordi Cebrián

Sobre las prohibiciones: ¿Prohibido prohibir?

“Los Dioses inmortales se han dignado disponer que lo bueno y verdadero quedara aprobado en su totalidad por el consejo de hombres egregios y sapientísimos. A estas verdades no es lícito oponerse, y constituye un crimen de la máxima gravedad retractarse de las creencias que poseen estado inamovible y general validez”

Diocleciano, Edicto contra los maniqueos




La vida en sociedad que el Estado, cualquier Estado, se encarga de mantener, funciona en parte basándose en prohibiciones. Estas no sólo tienen la función de impedir conductas lesivas, sino también la de generar en la sociedad una cohesión en torno a unas normas de conducta compartidas. Es instructivo el debate sobre cuáles son los límites de las prohibiciones legítimas que el Estado puede imponer, así como sobre si la moral debe ser legislada. En juego entran aquí dos tendencias humanas que, desgraciadamente, se le antojan a menudo a nuestra sociedad como no compatibles: la búsqueda de seguridad y orden, por una parte, y el afán de libertad y autonomía personal por otra. Y sabemos que demasiado a menudo se invoca la necesidad de orden como excusa y argumento para recortar las libertades. Sin embargo, éstas no son sólo limitadas en aras del bien común, pues no pocas veces los Estados se empeñan, con encomiable paternalismo, a defender al ciudadano de sí mismo, de su desinformación, sus errores o su moral equivocada. La manera como cada Estado resuelve estos dilemas depende de variables culturales y políticas. Particularmente creo que su único deber legítimo es el de garantizar el cumplimiento de contratos libremente establecidos por los ciudadanos, así como protegerles de los ataques contra su integridad física y su propiedad. John Stuart Mill, en su clásico “Sobre la libertad”, escribió: “La única finalidad por la cual el poder puede, con pleno derecho, ser ejercido sobre un miembro de una comunidad civilizada contra su voluntad es evitar que perjudique a los demás. Su propio bien, físico y moral, no es justificación suficiente. Nadie puede ser obligado a realizar determinados actos, porque eso sería mejor para él, porque le haría feliz, o porque, en opinión de los demás, sería más acertado o justo. Éstas son buenas razones para disuadir, para razonar o persuadirle, pero no para obligarle [...] Sobre sí mismo, sobre su propio cuerpo y espíritu, el individuo es soberano.” En particular considero irrenunciable esa disposición plena y libre del propio cuerpo. Cuando el Estado se entremete e impone obligaciones y prohibiciones referentes al bienestar físico y mental del individuo, contra su voluntad, aun cuando no hay terceros afectados, se comete, a mi entender, una inmoralidad peligrosa. Es en nuestro ‘yo’ físico y mental donde radica nuestra individualidad y ceder la potestad de su cuidado al Estado Clínico puede suponer un peligroso riesgo para las libertades. Como cantaba un grupo de rock, en palabras más comunes: “de la piel pa’ dentro mando yo, estos son los límites de mi jurisdicción” .

No pretendo ahora, sin embargo, detenerme a discutir con detenimiento la legitimidad o no del prohibicionismo farmacológico actual, sino tan sólo procuraré mostrar, en síntesis, qué representa, cómo se aplica y qué consecuencias directas o indirectas tienen ciertos prohibicionismos en general y éste en particular. Luego, en el capítulo siguiente haremos balance del actual sistema de prohibición de las drogas y veremos si el experimento ha funcionado. Empecemos, sin embargo, repitiendo una obviedad. No todos los problemas tienen solución: el azar y los errores humanos, lo imprevisible de la naturaleza y la complejidad de las relaciones humanas hacen imposible una vida libre de peligros. El hombre ha intentado desde siempre organizarse para minimizarlos y para, si cae víctima de ellos, poder ser ayudado por los demás. Nos hemos ido acostumbrando a determinados riesgos a base de convivir con ellos, pero, a medida que éstos se reducen, el miedo que nos provocan, lejos de reducirse, parece aumentar. Cuanto mayores son las cotas de bienestar en una sociedad, más variados son también los peligros que percibimos en ella, y más altos nos fijamos los estándares de ‘seguridad’, tanto material como física y psicológica. Del mismo modo, a medida que la calidad de vida aumenta y la mortalidad disminuye, mayores son las preocupaciones por aspectos en otros tiempos ‘menores’ de la salud, como por ejemplo todos aquellos más relacionados con la estética que con la patología.