Drogas y el afán prohibidor

Un ensayo sobre las drogas, las prohibiciones y los delirios colectivos

Una idea de Jordi Cebrián

Riesgos

En nuestra vida cotidiana estamos decidiendo constantemente qué riesgos aceptar y en base a qué ventajas. Establecer los mecanismos que llevan a un individuo y a una colectividad a elegir sus ‘riesgos aceptados’, es una condición previa para entender el fenómeno de la prohibición. Entendemos que si alguien decide escalar el Everest está asumiendo unos riesgos voluntariamente y, si la expedición acaba en tragedia, lo lamentaremos como un ‘terrible accidente’ que no debería desvirtuar el noble deporte de la escalada. Pensamos que el hombre está legitimado a desafiar, por su propia elección, las fuerzas de la naturaleza, pero consideramos inaceptable que corra riesgos con su cuerpo o su mente sin una coartada deportiva. ¿Conforme a qué criterios efectuamos estas elecciones?

En primer lugar, la asunción de riesgos depende de lo familiar que éstos nos resulten. Ir en coche supone un grave peligro, cuantificable semanalmente en centenares de muertos y heridos, pero estamos habituados a él y suponemos que, con precaución y algo de suerte, a nosotros no nos tocará tan macabra lotería. Del mismo modo, asumimos los riesgos provocados por el alcohol, el tabaco o el café. Sabemos que producen más muertes aún que el tráfico e intentamos socialmente minimizar estas trágicas consecuencias, pero es una minoría quien querría imponer por la fuerza una prohibición sobre estos tres productos. Confiamos más en la educación que en la represión y el miedo que sentimos hacia estas sustancias es, por regla general, despreciable. Muchos padres sienten, por tanto, menos preocupación si un adolescente bebe alcohol un fin de semana, que si fuma marihuana, pese a que el riesgo real es muy inferior en el último caso. La prohibición ha conseguido ‘deshabituarnos’ de las drogas, haciendo que en nuestro inconsciente se mezclen miedos y realidades en proporciones que no llegamos a conocer y haciéndonos adoptar, por tanto, políticas grotescas y trágicas que resultan infinitamente más peligrosas para la salud pública que los riesgos que pretendían erradicar,como por ejemplo la existencia de leyes prohibiendo la venta libre o posesión de jeringuillas y agujas en muchos estados de EE.UU.

Otro factor a tener en cuenta para entender qué riesgos asumimos, es la escala de valores utilizada para determinar por qué cosas vale la pena arriesgarse. Podemos pensar que los riesgos asumidos en el automóvil se ven compensados por las ventajas que nos proporciona. Si no lo usamos vivimos casi aislados, muy restringida nuestra capacidad de movimiento, y, a veces, en situación de inferioridad social y laboral respecto a la mayoría de nuestros semejantes. Del mismo modo, el respeto reverencial que nuestra sociedad siente hacia el deporte en general hace que apenas veamos la peligrosidad asociada a esta actividad. Los muertos en carreras de automóviles o de motociclismo, los ciclistas atropellados, los accidentes de alpinismo, las tragedias en estadios de fútbol, se ven como males a evitar, pero que no cuestionan la continuidad de tales deportes. Podemos pensar, en cambio, que no hay ninguna necesidad de drogas y que, por tanto, cualquier riesgo, por pequeño que sea, es ya excesivo. Por supuesto, este último razonamiento peca de dictatorial: yo decido qué cosas son necesarias y cuáles no, y, en consecuencia, qué riesgos son aceptables y cuáles no. Deberíamos tener en cuenta que la curiosidad, la necesidad de estímulo extra o la voluntad de olvido, pueden ser, para ciertas personas, tan importantes o más que para otras la televisión, las salidas a la playa los fines de semana o el ‘footing’ diario. En esta clasificación de valores, nuestra sociedad tolera las presiones físicas y psicológicas infligidas a niñas menores de edad con el objeto de que obtengan una medalla olímpica de gimnasia, con grave riesgo para su salud, pero condena la ingestión que una persona adulta pueda hacer de determinadas sustancias químicas, a fin de modificar su estado de ánimo o sus percepciones.

Como no podría ser de otra manera, también en la toma de decisiones respecto a los riesgos asumibles, los nombres con que designamos las cosas son esenciales. Las denominaciones de las cosas y la carga semántica de connotaciones que éstas tienen, modifican nuestras decisiones. Así, por ejemplo, pensemos en las palabras ‘cava’ y ‘droga’. ¿Qué carga semántica contienen y cómo condicionan nuestras elecciones? El cava, vino espumoso, es un producto alimenticio, publicitado, conocido, con connotaciones de celebración y de alegría. Las imágenes asociadas son de burbujitas bailarinas deseándonos un feliz año nuevo al son de una alegre musiquilla. La droga, sobra repetirlo, nos trae imágenes de degradación, delincuencia y muerte. La elección está pues viciada por el lenguaje. Nadie puede dudar de que, en todos los sentidos, el cava es una droga, pero, al darle otro nombre, le libramos de la pesada carga mítica de temores e imágenes negativas asociadas. Hay mil ejemplos. El usuario de tranquilizantes recetados por un médico es un ‘paciente; pero si no ha habido prescripción médica, es un ‘drogadicto’ que ‘abusa de fármacos’. La heroína es una ‘droga’, pero la metadona, suministrada por médicos, es un ‘tratamiento’. En realidad, la metadona es un opiáceo como la heroína, generadora de dependencia y con un terrible síndrome abstinencial, pero, de nuevo, el nombre la libera de tan pesadas cargas. En su momento, la heroína se usó como deshabituador de morfinómanos, tal y como hoy se usa la metadona. Por su parte, el nombre de la heroína proviene de ‘heroisch’ (heroico), en honor de las cualidades exaltadoras del ánimo que posee. Hoy, el sustantivo está ya tan cargado de connotaciones que dificulta una discusión serena y desapasionada sobre el tema.

He hablado de la familiaridad con los peligros, los valores individuales o colectivos y las cargas semánticas asociadas con los nombres que utilizamos, como tres factores que inclinan nuestras preferencias hacia la seguridad o el riesgo. He dejado para el final un parámetro esencial: la información. Contra lo que podría parecer, la gran mayoría de nuestras decisiones acerca de los peligros que asumimos no se basan en un conocimiento real de las probabilidades de daño que tal actividad o tal otra presentan. Influyen más, a mi entender, los tres parámetros citados anteriormente. Sin embargo, unos datos erróneos, pero creídos e interiorizados, nos imposibilitarán decisiones razonables. Alguien podría estar interesado en relajarse y divertirse fumando marihuana; pero si ha llegado a estar convencido de que esa acción puede provocarle degeneraciones cerebrales, degradaciones físicas y abocarle a una espiral de toxicomanías, muy probablemente llegará a la conclusión de que no vale la pena correr tan gran riesgo. Pero al mismo tiempo, si con la misma desinformación prueba la marihuana y constata su inocuidad, puede creer que todas las sustancias son igualmente inofensivas, llevándole a tomar decisiones irresponsables. Por eso, una vez más, es necesario hacer ver la importancia de conocer virtudes y peligros, más allá del ‘simplemente di no’.