Drogas y el afán prohibidor

Un ensayo sobre las drogas, las prohibiciones y los delirios colectivos

Una idea de Jordi Cebrián

Problemas inherentes a la prohibición: De orden sanitario

No sólo delegamos en los narcotraficantes los beneficios obtenidos de las drogas, sino que dejamos en sus manos también los controles de calidad y pureza necesarios en cualquier producto de consumo. Así, se pagan precios prohibitivos por sustancias adulteradas hasta la aberración, y que, muchas veces, no contienen en absoluto lo que el usuario cree estar comprando. Y del mismo modo, aceptamos que sean los narcotraficantes quienes decidan los lugares en que han de venderse las drogas, a qué precios y en qué condiciones. Forzamos a que busquen sus clientes entre la población que más difícilmente les denunciará, los jóvenes, y nos resignamos a que sean los que dicten las pautas de consumo razonable con informaciones a los usuarios que, desde el otro extremo, son tan desinformadoras como las de nuestras autoridades antidroga. Y esto es así, no sólo por la ilegalidad en que se mueve el mercado, sino porque a medida que se endurecen las legislaciones al respecto, más probabilidades hay de que aumente el tipo de personas de baja calaña y con pocos escrúpulos dedicados a este negocio. Esto, a su vez, refuerza en la opinión pública el desprecio hacia estos sectores de delincuencia, incrementándose como respuesta a ello la represión policial, y volviendo a empezar así un círculo aparentemente sin fin.

La prohibición de las drogas parte de un error de base que consiste en suponer que es posible y deseable para todo el mundo una vida sin sustancias psicoactivas. Pero lo cierto es que raras son las personas que no necesitan o desean en un momento u otro disponer de sustancias que le proporcionen diversión, energía o relax. Es verdad, por supuesto, que parte de estas necesidades están más o menos cubiertas con las drogas legales, en particular con el alcohol, sustancia usada como estimulante y como narcótico. Pero lo trágico es que dividiendo las drogas en lícitas e ilícitas, nuestra sociedad ha efectuado la peor de las elecciones posibles. Drogas peligrosas como el tabaco o el alcohol son usadas profusamente y sin estigmatización, en tanto que sustancias mucho más inofensivas son incluidas en el grupo de los estupefacientes y se prohíbe su uso y comercialización. La falta de oferta de sustancias psicotrópicas posibilita el uso abusivo del alcohol, usado como peligroso sucedáneo de drogas más inofensivas, como el cannabis. Al mismo tiempo, la mecánica prohibicionista fuerza la aparición de subproductos derivados de las drogas prohibidas que difícilmente se consumirían en una situación de normalidad. Al igual que durante la Ley Seca, los alcohólicos bebían alcohol etílico o colonia si no podían disponer de cerveza, hoy hay consumidores de drogas que fuman crack por no poder costearse cocaína, que esnifan disolventes o que se inyectan lejanos sucedáneos del opio.

Siguiendo un proceso que se repite siempre, la prohibición de las drogas hace que la potencia de éstas aumente. Esto es así debido a que es mucho más fácil transportar y ocultar a la ley sustancias muy concentradas. Por eso hoy se usa heroína y no opio crudo. Y por el mismo motivo, los heroinómanos se inyectan la droga en vez de esnifarla o fumarla: en una situación de encarecimiento de la sustancia y de adulteración creciente de la misma, la mejor manera de optimizar la relación precio-estímulo es mediante la aplicación endovenosa, mucho más peligrosa y con grandes riesgos higiénicos asociados. A estos hechos debe añadirse un aspecto más de los despropósitos prohibicionistas: la prohibición, en muchos lugares, de lo que se ha dado en llamar ‘parafernalia de droga’. Con el loable propósito de disuadir a los usuarios de drogas de que se dañen introduciendo en sus cuerpos lo que ellos quieran, se prohibe la venta de jeringuillas, pipas para fumar marihuana o tubitos asépticos con los que inhalar cocaína. La lástima es que, pese a tan altruistas intenciones, la consecuencia es por lo general añadir peligros para la salud de los consumidores en particular, y del público en general. Así, la compartición de jeringuillas ha sido sin duda uno de los principales factores de extensión del virus del SIDA y de otras importantes enfermedades infecciosas. Como he recordado en un capítulo anterior, es entre los heroinómanos entre quienes se da, y con una desproporción pavorosa, un mayor número de casos de SIDA, cuya consecuencia es, como sabemos, normalmente la muerte. Los programas de intercambio de jeringuillas están aun siendo discutidos en EE.UU., donde existen leyes (estatales o locales) en 46 estados y en el Distrito de Columbia, que penalizan la tenencia o distribución de material relacionado con el consumo de drogas, incluyendo jeringuillas y agujas hipodérmicas. En Francia, leyes similares no se derogaron hasta 1987 . En nuestro país justo ahora se empieza a estudiar la posibilidad de realizar programas de intercambio de jeringuillas en las cárceles. De hecho, en Europa, sólo en dos centros penitenciarios, en Suecia y Alemania, se realizan estos intercambios. Y esto es así, pese a la altísima incidencia de SIDA entre la población reclusa (un tercio de los presos, por ejemplo, en Cataluña), y pese a que las agujas, por este motivo, se han convertido en un objeto de comercio y alquiler entre los reclusos, con las previsibles consecuencias sanitarias. Y no está de más comentar el fariseísmo que supone el hecho de que, en muchas cárceles españolas, se da lejía a los internos para que puedan desinfectar las agujas que, oficialmente, no tienen. Por cierto, en el la mayoría de los otros países europeos, ni lejía . Lo dramático es, pues, que el mantenimiento de esta restricción al uso de jeringuillas en las cárceles supone un problema de salud pública muy superior al que, teóricamente, se pretende erradicar. Sólo el hecho de que afecte a un sector de la población, la población penitenciaria, que a casi nadie importa, explica que apenas se hable del tema y que no exista una indignación generalizada al respecto. Pero son drogadictos y delincuentes, o sea, que se lo han buscado.

Por otra parte, el tratamiento policial del problema de las drogas no es precisamente beneficioso a la hora de ayudar a quienes se ven envueltos en problemas sanitarios relacionados con las drogas o sus adulterantes. La demanda de ayuda es más difícil en una situación de criminalización. Y si esto es así incluso en lugares donde el consumo no es considerado delito, llega a sus extremos en el caso de penalizarlo. Pedir ayuda médica en EE.UU. para solucionar un problema relacionado con drogas, puede suponer acabar en la cárcel. Al fin y al cabo, las autoridades creen allí que la primera y mejor manera en que puede y debe ayudarse a un drogadicto es encerrándole y forzándole a entrar en un programa de desintoxicación contra su voluntad. Así lo expresa James Q. Wilson, antiguo presidente del Consejo Asesor Nacional para la Prevención del Abuso de Drogas y profesor en UCLA:

“Hablar sobre ´tratamiento a quien lo pida’ implica que hay una demanda de tratamiento. Pero esto no es del todo exacto. Hay personas drogodependientes que verdaderamente quieren un tratamiento y permanecerán en él si se les ofrece; y deberían recibirlo. Pero hay muchas más que quieren sólo una ayuda a corto plazo tras una mala experiencia; una vez estabilizadas y limpias, vuelven a andar por las calles. E incluso muchos de los adictos que se apuntan a un programa buscando ayuda honestamente lo dejan después de una breve temporada cuando descubren que la ayuda requiere tiempo e implicación. Las personas drogodependientes tienen horizontes temporales muy cortos y su capacidad para la implicación es muy débil. A estos dos grupos -los que buscan un “parche” rápido y los incapaces de permanecer en un tratamiento largo- no se les ayuda fácilmente. Incluso si aumentáramos los programas de tratamiento -y deberíamos hacerlo- tendríamos que hacer algo más para hacer el tratamiento más efectivo. Algo que lo puede hacer más efectivo es la obligatoriedad. Douglas Anglin de UCLA, igual que muchos otros investigadores, ha descubierto que, cuanto más tiempo se permanece en un programa de tratamiento, mejores son las posibilidades de reducir la dependencia de las drogas. Pero, de nuevo igual que la mayoría de investigadores, descubrió que los índices de abandono son altos. Halló también, sin embargo, que los pacientes que empiezan el tratamiento por obligación legal permanecen en el programa más tiempo que los no sometidos a esta presión. Sus investigaciones en los programas de California, por ejemplo, demostraron que los usuarios de heroína que debían someterse a los tests de drogas presentaron a largo plazo un índice de consumo de heroína inferior a similares adictos que estaban libres de estas obligaciones.” Lo que se dice aquí es muy significativo y sintomático de como se acostumbra a percibir y tratar el problema del uso de drogas. La concepción del usuario de drogas como persona a quien la voluntad le ha sido arrebatada por la sustancia; el paternalismo que hace prevalecer un concepto autoritario de salud sobre la voluntad de ‘curarse’; la disposición a hacer uso de la fuerza del Estado para ajustar a las personas a la ‘normalidad’. Todos estos son conceptos básicamente morales camuflados de cientificismo. Parece de sentido común que es condición necesaria para dejar de tomar una sustancia el no desear tomarla. Al margen de cualquier tipo de dependencia física o psicológica que el individuo presente hacia una droga, si ésta no quiere abandonarse, si no existe la implicación constante de la voluntad de ese abandono, la abstinencia, si la droga está al alcance, no será posible. Y dado que ni las cárceles pueden mantenerse impermeables a la entrada clandestina de drogas si existe gente dispuesta a pagar por ellas, la pretensión de que es posible una ‘deshabituación’ forzada es un absurdo que sólo puede mantenerse si creemos que lo que crea el hábito son, básicamente, las propiedades farmacológicas de las sustancias. Incluso el Delegado del Plan Nacional sobre Drogas admite este hecho al referirse a la deshabituación de la heroína: “Hoy el ‘mono’ se pasa rápido en cualquier circunstancia. Realmente el reto de la rehabilitación no es sólo pasar el ‘mono’, sino reconstruir a una persona en el sentido físico y psíquico.”

No menos grave entre las implicaciones que la prohibición tiene, es su incidencia en la información y la cultura de uso necesaria para reducir al mínimo los peligros asociados al consumo de drogas. En primer lugar, las propias autoridades antidroga y en general los representantes de las instituciones que tienen que ver con el tema o que desempeñan responsabilidades educativas, se ven forzadas a exagerar cuando no a deformar voluntariamente la información respecto a los usos, beneficios y peligros de las sustancias ilícitas, a fin de disuadir mediante el miedo a usuarios potenciales. Pero es que el mero hecho de que el único canal de compra sea el mercado negro, desincentiva a los consumidores a informarse respecto lo que compran o usan. ¿Qué sentido tiene conocer las propiedades farmacológicas de una sustancia, si no puedes estar seguro de con qué está mezclada ni en qué proporción te la venden? ¿Para qué conocer las distintas clases de hachís y sus diferencias en cuanto a efectos si el que se encuentra en la calle es de bajísima calidad y mezclado con adulterantes? Esta falta de información crea peligros añadidos para el consumidor, dado que no puede contar con unas ‘instrucciones de uso’ fiables, y acaba acostumbrándose a usar, de manera intuitiva, aquellas sustancias que puede conseguir. El paradigma de la desinformación peligrosa asociada a la prohibición y a la propaganda mendaz, es el hecho, numerosas veces destacado, de que la no distinción entre drogas ‘duras’ y ‘blandas’ puede hacer creer erróneamente al joven consumidor de marihuana o hachís que, al igual que no hay peligro asociado a su uso pese a la información oficial en contra, tampoco lo habrá en sustancias más peligrosas que requieren de una cultura más precisa respecto a su uso. Este es uno de los factores que pueden llevar, empezando por el cannabis, a consumir drogas más fuertes. Paradójicamente, y pese a constatarse que en Holanda la venta libre de marihuana y hachís decrementa el número de usuarios de drogas ‘duras’, sigue habiendo personas que defienden la llamada ‘teoría de la escalada’, según la cual no debería legalizarse la marihuana pues quien la prueba tiene muchos números de acabar convertido en un heroinómano y morir después de sobredosis .

Hasta aquí he intentando hacer ver, sin entrar en detalle, que nuestras leyes sobre la ‘salud pública’ constituyen la más real amenaza contra lo que dicen defender. Las implicaciones y riesgos que suponen no son, sin embargo, sólo las mencionadas. En este sentido, es necesario citar, aunque sea brevemente, una terrible consecuencia de las leyes antidrogas y de la propaganda realizada en este sentido: el empobrecimiento de medios terapéuticos con que tratar las aflicciones y enfermedades de muchos pacientes, ya sean físicas o mentales. El ejemplo más flagrante es, sin duda, el miedo generado por la prohibición entre la clase médica, los pacientes y los familiares respecto a la dispensación de opiáceos como analgésicos. La morfina es aun el más eficaz medio para aliviar los dolores derivados de muchas dolencias, y, por supuesto uno de los métodos más eficaces como paliativo en enfermos terminales. Sin embargo, y pese a que España, y más concretamente Cataluña, es en esto una honrosa excepción, la administración de estos fármacos, asociados con las drogas ilegales, y envueltos con la mítica de la adictividad, es muy inferior a la debida y el dolor causado debido a ello es inconmensurable. También, pese a la evidencia de buenos resultados en el uso de la marihuana en pacientes afectados por glaucoma, migrañas, náuseas provocadas por quimioterapia, artrosis, etc. y pese a que tanto el estado de California como el de Arizona han aprobado en referéndum el uso del cannabis con usos médicos, las autoridades norteamericanas siguen encerrando en la cárcel a enfermos que hacen uso de esta droga para aliviar sus dolores o sufrimientos, y dificultando y desautorizando, al mismo tiempo, las investigaciones sobre las propiedades terapéuticas del cannabis.

Desde otro punto de vista, se considera a los heroinómanos enfermos, pero no se acepta que para su curación reciban dosis progresivamente menores de la sustancia de la que dependen físicamente. Este método, de sentido común y el habitual con las drogas legales (ansiolíticos, barbitúricos, etc.), se considera ilegal en el caso de las drogas ilícitas. En vez de ello, las legislaciones más compasivas tratan al heroinómano con metadona, opiáceo legal que provoca un síndrome abstinencial de superiores características y que acaba generando en muchos casos, situaciones de politoxicomanía, es decir, adicción a la metadona además de la preexistente adicción a la heroína.

Del mismo modo, prometedores tratamientos en psicoterapia, basados en el uso de sustancias enteógenas, como el LSD, han sido prohibidos en la mayoría de los países, incluyendo cualquier estudio que al respecto pueda realizarse. El caso del LSD es particularmente destacable por el hecho de que, mientras se mantuvo la situación de legalidad, se habían realizado interesantes experimentos de su uso como aliviador del dolor en enfermos terminales, a los que ayudaba también a prepararse psicológicamente para la muerte.

¿Cuántos otros usos beneficiosos de estas y otras sustancias prohibidas ignoramos y seguiremos ignorando debido a las absurdas restricciones sobre la investigación y experimentación impuestas por las autoridades antidroga en la mayoría de países? Pero, claro, estamos en las mismas. La información y el conocimiento basado en hechos son los principales enemigos de los interesados en mantener la Prohibición.