Drogas y el afán prohibidor

Un ensayo sobre las drogas, las prohibiciones y los delirios colectivos

Una idea de Jordi Cebrián

Problemas inherentes a la prohibición: De orden social y moral

La decisión de prohibir determinada conducta, aun cuando no amenaza directamente a terceros, y en particular, de prohibir la producción, comercio y uso de ciertas drogas, tiene una primera consecuencia incuestionable: para que la legislación sirva para algo, habrán de dedicarse los recursos necesarios para garantizar su cumplimiento, recursos que, por tanto, deberán sustraerse de otros fines. Cada peseta gastada en represión es una peseta que deja de gastarse en prevención, en educación o en ayuda a aquellos usuarios que la pidan voluntariamente. Cada policía que persigue a un vendedor de drogas es un policía que deja de perseguir a un asesino o a un violador. Cada peseta gastada en encarcelar a quien cultiva cinco tiestos de marihuana deja de gastarse en ayudar a quien es dependiente de un opiáceo.

La segunda consecuencia inmediata de la ilegalidad de las drogas es, por supuesto, el mercado negro que se genera. La historia y la economía nos enseñan que, de existir una demanda de bienes o de servicios que no pueden cubrirse legalmente, ello hará que, debido al incremento de precios que la escasez de lo solicitado provoca, aparezcan personas con poco miedo a incumplir la ley y con necesidad o deseo de enriquecerse mediante su incumplimiento que se aprestarán a cubrir esa necesidad. El gran negocio de las drogas ilegales existe como consecuencia, justamente, de su ilegalidad y se incrementa a medida que las restricciones aumentan. En este sentido, es imprescindible ser conscientes de que todo el dinero dedicado a la lucha y a la represión del tráfico de drogas no es más que una subvención del Estado a los narcotraficantes. Dicho de otro modo: tanto los consumidores como los no consumidores de drogas enriquecemos con dinero de nuestro bolsillo, pagado en forma de impuestos, a aquellos a quienes en teoría perseguimos. Ésta es una de las verdades más infamantes y menos publicitadas de nuestra actual lucha contra las drogas. Se ha repetido hasta la saciedad por parte de todos los sectores antiprohibicionistas, que el dinero que ahora recaudan los narcotraficantes podría cobrarse en forma de impuestos sobre las drogas legalizadas, a fin de poder dedicar recursos a la formación en su uso, a campañas informativas, o a ayudar a aquellas personas que sufran las consecuencias negativas de su abuso. En vez de ello, nuestras sociedades siguen prefiriendo que se destine a enriquecer a los capos que dirigen el invento y que sin duda rezan para que la prohibición nunca termine y aun se endurezca.

Este fomento del mercado negro conlleva, por supuesto, violencia. Ya sean luchas de bandas por controlar territorios de distribución de droga, ajustes de cuentas entre traficantes, atracos cometidos por heroinómanos que, dependiendo físicamente de una sustancia que les está prohibida, no pueden costearse los altísimos precios que deben pagar en la calle, el resultado es siempre inseguridad y delincuencia, en la que se ven envueltos no sólo los traficantes sino también los policías encargados de perseguir estos delitos y, de hecho, cualquier persona que nada tenga que ver con el mundo de las drogas. En EE.UU., se considera que un 60% de los delitos violentos están directa o indirectamente relacionados con el tráfico ilegal de drogas . En España, Italia o Dinamarca, el 30% de los nuevos encarcelamientos corresponden a adictos a la heroína, llegando la cifra al 40% en Suecia . Lo importante es darse cuenta de que estas cifras nada nos dicen sobre las supuestas maldades de las sustancias ilícitas, sino tan sólo del absurdo sistema utilizado para controlar su uso.

La casi unanimidad internacional en materia de prohibición de drogas, hace que los castigos desproporcionados e injustos se extiendan por todo el planeta. La pena de muerte por tráfico de drogas está presente en muchos países, incluido EE.UU. Los internamientos en centros penitenciarios o psiquiátricos de consumidores de droga descubiertos por la policía, son también uso común. El incremento de la presión penal y de las barbaridades cometidas en nombre de la salud pública son celebradas por gran parte de la población como medidas necesarias para acabar con la ‘plaga de la Droga’. Y nadie parece querer ver que ese ensañamiento con los usuarios y traficantes, no reduce en lo más mínimo el consumo de drogas sino que más bien parece aumentarlo. Y nadie parece querer ver tampoco que, por su propia naturaleza, son leyes destinadas a no ser cumplidas, pues su ejecución es imposible. Si los estados son incapaces de frenar la entrada de drogas en las cárceles o los cuarteles, ¿con qué medios conseguirán evitar la introducción de las sustancias prohibidas a través de las fronteras sin bloquear de manera catastrófica el tráfico comercial? ¿Cómo podrán impedir la fabricación en laboratorios o plantaciones clandestinas de las sustancias prohibidas sin anular de manera absoluta las libertades y derechos individuales? Todos los expertos concuerdan en que la cantidad de drogas decomisadas apenas llega al 10% de las que circulan, y hay motivos para pensar que estas estimaciones son extremadamente optimistas. Para apreciar la frecuente subestimación de los datos relativos al tráfico y producción de drogas ilegales, sirva este ejemplo: en 1985, las autoridades estadounidenses evaluaban en 50 toneladas la producción anual colombiana de cocaína. La localización, ese mismo año, de una gran instalación para el procesado de coca en la jungla amazónica mostró lo equivocado del cálculo, pues dicha factoría procesaba por sí sóla anualmente más de 300 toneladas. Y a principios de 1997, también en Colombia, la policía local desmanteló un laboratorio de cocaína que multiplicaba por dos la capacidad productiva del desmantelado en 1985.

Por otra parte, las espectaculares operaciones policiales en las que se apresan alijos de droga, apenas sirven más que para dar la sensación a la opinión pública de que el control policial sirve de algo y para poner a unos cuantos desgraciados en la cárcel. Sito Vázquez, ex alcalde socialista de Vilanova de Arousa, zona donde el narcotráfico campa por sus respetos, lleva 15 años sosteniendo que no es la represión policial sino la legalización la única solución posible al problema: “En privado, muchos políticos me dan la razón, pero luego son incapaces de decirlo en público porque eso resta votos. Las operaciones espectaculares no son al final más que pura propaganda de los gobiernos, de algún juez o de la misma policía” .

Y mientras las operaciones aduaneras contra el tráfico de drogas siguen resultando inútiles, aparece un nuevo fenómeno que dificulta aun más el intento de solucionar el problema por vías represivas. Jonathan Ott lo expone claramente: “las descarriadas tesis prohibicionistas han conducido a una elaboración de drogas alternativas, descentralizada y a pequeña escala, prácticamente invisible para las autoridades. Los costes de fabricación disminuyen, los beneficios se disparan y la probabilidad de detección y calabozo se reduce. Los fabricantes y vendedores de drogas ilegales no podrían estar más contentos.“ No sólo este hecho dificulta la detección e incautación de las drogas, sino que es la explicación del increíble aumento del consumo de las llamadas ‘drogas de diseño’: en España, por ejemplo, las incautaciones de éxtasis han pasado de 4.512 pastillas en 1990 a 739.510 en 1995. Este factor también explica la aparición en el mercado de variantes mucho más potentes y peligrosas de las drogas clásicas, como los derivados del Fentanilo, narcótico medicinal, que pueden llegar a ser hasta 3000 veces más potentes que la morfina .

No sólo los intentos de reducir la oferta están condenados al fracaso, sino que el número de usuarios de drogas hace que la reducción de la demanda por medio de la prohibición de su consumo tampoco pueda ser efectiva. Tal y como le preguntaban a un policía defensor del prohibicionismo en EE.UU. durante un debate, ¿qué hacer si mañana los millones de usuarios de drogas ilegales se presentan en comisaría con una confesión firmada en una mano y sus drogas en la otra? ¿Se les encierra a todos? Y es que al considerar delictiva una actividad muy extendida, la propia ley convierte en delincuentes, o en cómplices de delincuentes, a un amplio sector de la población, a quienes de otro modo se consideraría ciudadanos respetables. Hoy en España no es delito el consumo de drogas, pero sí su venta, producción y tenencia cuando supera ésta la imprescindible para uso propio. Pero aun así, dado que para el consumo propio, es imprescindible el acceso a canales de distribución que, por definición penal, son delictivos, todo consumidor de drogas es un cómplice de los delincuentes a los que no delata. De hecho, en España, la tenencia para el consumo propio es castigada administrativamente con fuertes multas, así como el uso en público. En los países donde el mero consumo está penalizado, como es el caso de Francia o EE.UU., la legislación define así como delincuentes a un porcentaje altísimo de su población, contra el que podrían aplicarse penas de prisión. En el caso de EE.UU., entre 30 y 40 millones de personas deberían estar, pues, entre rejas de ser posible cumplir la legislación vigente, por haber consumido drogas ilegales al menos una vez en el último año. Si en España se declarara ilegal el consumo, como pidió el Partido Popular en 1991 con el apoyo de CiU, los candidatos a la cárcel serían, aproximadamente, y teniendo en cuenta sólo a los consumidores habituales de cannabis, un millón y medio de personas. Por supuesto, generar delincuentes o cómplices de delincuentes mediante normas legales injustas, ocasiona, cuando menos, que los así estigmatizados, una parte importante de la población, no lo olvidemos, desconfíen del sistema que los etiqueta como tales. Pero es que al mismo tiempo genera una inflación ingente de recursos policiales, de justicia y carcelarios para hacer cumplir las leyes. No es de extrañar que, desde que en 1982 Reagan declarara en EE.UU. la última War on Drugs, la población penal se haya multiplicado por tres en EE.UU. El Departamento de Justicia reconoce que hay ahora aproximadamente un millón y medio de personas en prisión. Pues bien, casi un 60% de las sentencias condenatorias de los encarcelados lo son por delitos relacionados con drogas . No me refiero a crímenes o robos cometidos debido al consumo o al tráfico, sino delitos que consisten en poseer, consumir, fabricar o vender sustancias prohibidas. El resultado previsible es la superpoblación de las cárceles (cuya construcción y mantenimiento se ha convertido, eso sí, en un suculento negocio para muchos) y la detracción de enormes cantidades de impuestos para otros fines más útiles. No nos extrañe. Incluso en España, donde el consumo no es delito (pero si el tráfico, entendiendo como tal cualquier transacción de una droga aun cuando no medie beneficio económico) casi la mitad de los presos lo están por delitos de drogas y la gran mayoría de mujeres encarceladas lo están también por atentar contra ‘la salud pública’ (es decir, traficar con drogas). Como denunciaba la Comisión de Drogas del Colegio de Abogados de Barcelona, sólo en Cataluña el número de reclusos por tráfico de drogas se ha multiplicado por nueve en los últimos doce años, cifra que lleva a la comisión a constatar “el fracaso absoluto del aparato judicial para combatir esa realidad”.

Si la imagen mental que nos formamos del encarcelado por asuntos de drogas es la del inductor sin escrúpulos que vende veneno a nuestros hijos, toda condena nos parecerá poca. Pero la realidad es a menudo muy diferente. El capitán José Vicente, de la Guardia Civil, de quien depende el Grupo de Investigación Fiscal y Antidroga del aeropuerto del Prat, lo deja claro: “Muchos detenidos, sobre todo las mujeres, cuando los descubrimos, nos explican que hacen de correo para dar de comer a sus hijos. Con las cantidades que les pagan los traficantes solventan un año el problema del hambre de sus familias” . Este hecho lo reconoció la Audiencia de Madrid en octubre de 1996 cuando ordenó la liberación, por el eximente de ‘estado de necesidad’ de una ciudadana colombiana de 22 años que había sido detenida en el aeropuerto de Barajas en febrero de 1995 con 46 bolas de cocaína en sus intestinos, y para la que el fiscal pedía 11 años de cárcel. Este método de transportar cocaína en bolsas de caucho, habitualmente preservativos, que se ingieren o bien se introducen por vía anal o vaginal, es habitual. Desgraciadamente, también sucede con cierta frecuencia que una bolsa se desgarre en el tracto digestivo de quien la transporta con la subsiguiente intoxicación y, casi siempre, muerte. En este caso, la joven colombiana había estado amenazada en su país si se negaba a realizar el viaje, y, aunque este hecho no pudo probarse, la Audiencia lo tuvo en cuenta por considerar que las peculiares circunstancias de su pais de origen, así como su estado socioeconómico, lo hacían creíble . Pero por supuesto esta absolución es excepcional, como lo demuestra el hecho de que apareciera en grandes titulares en todos los periódicos. Lo normal es en estos casos la condena, en este caso a 11 años, por delito contra la salud pública. No deja de ser dramático recordar las palabras del Informe Anual del Plan Nacional sobre Drogas, ya citadas en el primer capítulo, pero que no puedo dejar de repetir: “bastantes años después de la detección de una importante extensión del consumo de cocaína [continúa] siendo relativamente escasa la presencia de problemas por esta droga” . La presencia que no es escasa en absoluto es la de mujeres y hombres encerrados en cárceles de todo el mundo por viajar con cocaína o comerciar con ella. Y, por supuesto, las condenas más fuertes recaen contra quienes, por su situación social marginal, tienen menos posibilidades de defensa. Tras la drástica reducción de condenas a los implicados en el ‘caso Nécora’, Carmen Avendaño, la portavoz del grupo antidroga Érguete, recordaba el caso del joven de Vigo a quien le cayeron 8 años de cárcel por poseer cuatro pajitas de refresco rellenadas con cocaína, acusado de querer venderlas entre los clientes de un bar. Cinco años después de sucedidos los hechos, y aun constatando una total integración social y laboral, la Audiencia Provincial de Pontevedra exigió la ejecución de la condena . Y aun quiero exponer un ejemplo más de los disparates penales al respecto. Ya he dicho que, aun cuando la posesión para el consumo no está tipificada como delito en nuestro país, sí lo está el tráfico. Esto llevó a la Audiencia Provincial de Sevilla a condenar, por delito contra la salud pública, a dos años y cuatro meses de cárcel a una mujer en cuyo poder se hallaron nueve papelinas de heroína que iba a entregar a un hijo suyo adicto a su consumo. Hizo falta que el Tribunal Supremo revisara el caso para conseguir la absolución basándose en que “en aquellos supuestos, como el presente, en los que un familiar, o persona allegada en cualquier otro concepto, proporciona pequeñas cantidades del alucinógeno con la sóla y exclusiva idea de ayudar a la deshabituación , a la vez que impedir los riesgos que la crisis de abstinencia origina, movidos por un fin loable y altruista, sin ventaja o contraprestación alguna, no puede llegarse al delito en tanto que tales actos no implican ánimo de tráfico” . Lo triste es que haya que llegar al Tribunal Supremo para darse cuenta de que es absurdo y aberrante que si la administración facilita una droga como la metadona para paliar los síndromes de abstinencia y eso se considera humanitario, la misma conducta por parte de la madre merezca dos años de cárcel.

Por otra parte, tal y como mencioné en el capítulo anterior, la especial naturaleza de los delitos sin víctimas, de los que el uso y tráfico de drogas forma parte, fuerza determinadas maneras de aplicar las leyes. Aceptando la prohibición de las drogas, pasan a aceptarse muchos de los medios utilizados para tal fin, aun cuando puedan significar una intromisión en la esfera íntima de las personas o una disminución de las garantías procesales. Dado el secreto lógico en el que se resuelven las transacciones ilícitas de drogas, la policía se ve obligada, para hacer cumplir las leyes, a actuar de manera proactiva, mediante el uso de infiltrados y delatores, incitando al delito para poder efectuar detenciones. Mientras escribo estas líneas, el gobierno del Partido Popular se está planteando tomar una serie de medidas legales para ‘combatir el narcotráfico’. Entre ellas, legalizar la figura de los ‘agentes encubiertos’, policías que pueden infiltrarse en organizaciones criminales bajo identidad falsa y cuyas acciones allí quedarían eximidas de responsabilidad criminal , es decir, podrían actuar, sin consecuencias, al margen de la ley. No menos inquietante es la extensión del uso por parte de la policía de delatores entre los vendedores a pequeña escala. En una noticia aparecida en un diario leíamos: “Miembros de la Guardia Urbana de Barcelona […] han expresado su malestar por la gran cantidad de camellos que, al ser detenidos, se identifican como confidentes de la policía. […] Agentes consultados opinaron que el número de supuestos membrillos (confidentes) […] es superior al que aconsejaría una prudente utilización de este tipo de medios. […] Una parte de los camellos de la zona estaría actuando con un cierto consentimiento de las fuerzas cuya función consiste en combatir la delincuencia.”

Un ejemplo especialmente abominable, a mi entender, del uso de delatores lo tenemos en las campañas realizadas en diversos países, y de manera especial en EE.UU. para fomentar en los niños la delación de sus padres consumidores de drogas. En 1986, la estudiante de secundaria Deanna Young denunció a sus padres llevando a la comisaría de su barrio pequeñas cantidades de marihuana y cocaína. Como consecuencia de esta acción, los padres fueron encarcelados. Nancy Reagan, aquella viejecita simpática casada con el presidente, y autora del necio slogan ‘Simplemente di no’, se apresuró a felicitar a la niña por su comportamiento, declarando que “debía querer mucho a sus padres”. Desde entonces, la denuncia de padres por parte de sus hijos se convirtió en un fenómeno habitual. El principal responsable de entonces en la lucha contra la Droga, William Bennet, les contaba a los chavales: “No es chivarse delatar ante un adulto que uno de vuestros amigos consume drogas y necesita ayuda. Es un acto de verdadera lealtad, de verdadera amistad.” Dado que la ‘ayuda’ que se le da en EE.UU. a un usuario de drogas pasa por meterlo en la cárcel, tal vez la delación no sea chivarse pero desde luego tampoco es hacer un favor a nadie. Las semejanzas de estas acciones con las descritas por Orwell en su pesadilla totalitaria ‘1984’, parecen inquietar a muy pocos.

Escuchas policiales, entradas en domicilios y registros sin orden judicial son ya moneda común en la lucha contra la Droga. “Estas escandalosas técnicas para hacer cumplir la ley -poco correctas, nada éticas y de legalidad cuestionable- amenazan nuestras libertades y los derechos humanos” . En efecto, y esto es así con la agravante de que esta pérdida de libertades, asumida la gran peligrosidad de las sustancias prohibidas conforme la propaganda oficial, es aceptada como un sacrificio necesario por una mayoría de la población que no quiere entender que en la continuación de la guerra contra las drogas radican los males que quisiera ver desaparecer. En la Ley de Seguridad Ciudadana de 1992, más conocida como Ley Corcuera, leemos: “...será causa legítima para la entrada en domicilio por delito flagrante el conocimiento fundado por parte de las fuerzas y cuerpos de seguridad que les lleve a la constancia de que se está cometiendo o se acaba de cometer alguno de los delitos que, en materia de drogas tóxicas, estupefacientes o sustancias psicotrópicas, castiga el Código Penal...”. Esta artimaña legal para hacer pasar por delito flagrante (es decir, exento de la necesidad, según la Constitución Española, de orden judicial para la entrada en domicilio) lo que no lo es, es puesto de manifiesto por el juez Baltasar Garzón y la profesora de Derecho Penal de la Universidad Complutense, Araceli Manjón-Cabeza. Tras repasar el concepto de flagrancia comúnmente aceptado por la jurisprudencia española y la tradición procesalista europea aclaran: “Si la flagrancia requiere la actualidad del hecho delictivo y la constatación de la autoría de ese hecho al ser sorprendido el delincuente, entonces lo que define el artículo 21 de la Ley de Seguridad Ciudadana no es un estado de flagrancia, sino la posibilidad de que, caso de entrarse en domicilio, se dé tal situación, lo cual, evidentemente, no es lo mismo. El concepto de flagrancia se desvirtúa hasta tal punto que desaparece, por mucho que en el artículo de referencia se indique que el motivo por el que se justifica la entrada y registro en domicilio sin autorización judicial es por ‘delito flagrante’”. Esto, más el análisis de otros artículos de la ley, les lleva a afirmar: “En la Ley de Seguridad Ciudadana se oponen libertad y seguridad como dos valores contradictorios en cuyo enfrentamiento se da preponderancia al segundo, y este entendimiento de la cuestión es erróneo. La seguridad bien entendida es un presupuesto necesario para que se logre el máximo desarrollo de la libertad y, aun suponiendo posibles conflictos entre una y otra, la primacía corresponde a la libertad, pues la misma no sólo se plasma en distintos derechos individuales, sino que, además es un valor superior del ordenamiento (artículo 1 de la Constitución), característica ésta que no se predica con respecto a la seguridad”. Y concluyen: “Estamos, pues, en presencia de una clara regresión que debe hacernos reflexionar sobre cuál es la causa real generatriz de una norma de esta clase, más propia de épocas regidas por sistemas de poder totalitario o dictatorial que por parte de un sistema democrático.”

Desgraciadamente éste no es más que un reciente ejemplo de la escalada de ataques a las libertades individuales en todo el mundo con la excusa de la lucha contra la Droga. En EE.UU., el Gobierno Federal obliga a todas las empresas que contratan con él a realizar análisis de orina entre sus empleados para detectar quiénes consumen droga. Esto conlleva, cómo no, el despido, amén de los problemas legales subsiguientes. En ocasiones, el trabajador puede evitarlo acogiéndose a programas de reeducación donde se le mostrará que lo que hace no está bien. Podríamos pensar que esto se realiza para intentar aumentar la seguridad en los puestos de trabajo. Sin embargo, los análisis para detectar la droga más buscada y encontrada, la marihuana, dan positivo hasta quince días después de haberse consumido. Habida cuenta de que los efectos de la marihuana desaparecen en apenas un par de horas, queda claro que lo que se busca no es la detección de un individuo ‘drogado’ sino de un individuo ‘que se droga’, aun cuando ello haya ocurrido hace dos fines de semana en la intimidad de su hogar.

Consecuencia indiscutible también de la prohibición es la aureola que se crea alrededor de lo prohibido. Saltarse la prohibición se convertirá así para ciertos sectores en un acto de protesta y de rebeldía frente a la autoridad impuesta, y el incremento de los riesgos asociados a la misma no serán tanto un impedimento como un aliciente para la voluntad de autoafirmación de ciertas personas. No es de extrañar que mientras las drogas han sido legales, sus usuarios fueran mayoritariamente personas de mediana edad, bien establecidas socialmente y muy a menudo pertenecientes a profesiones respetadas, en particular del sector sanitario. Con la prohibición, las drogas han pasado a asociarse a actitudes contraculturales, a sectores marginales y, en general, al público joven, más necesitado de símbolos y gestos a los que aferrarse como muestra de desagrado ante lo establecido. Al mismo tiempo la medicalización del problema ha llevado a asociar uso de drogas a irresponsabilidad social justificada por la sustancia, y, consecuentemente, a ver al drogadicto como a una víctima digna de compasión. Esta victimización resulta así atrayente para cierto tipo de personalidades, que ven en el rol de drogadicto la coartada perfecta para su irresponsabilidad o su incapacidad para enfrentarse a los problemas de la vida. Por este motivo la figura del yonqui, desconocida antes de la prohibición, emerge con fuerza tras la misma, otorgando a quien la asume un cierto papel distintivo dentro de la sociedad y cierto protagonismo trágico a su vida.

Esta extensión del uso de drogas en los sectores más jóvenes de la población, como consecuencia directa de las leyes represivas contra las drogas, ha sido mencionado extensamente en quienes han estudiado el tema, pero, una vez más, deja de mencionarse en la información oficial al respecto. Se nos habla a menudo de cómo la tragedia de la Droga se ceba especialmente en nuestros jóvenes, es cierto, pero no parece tenerse en cuenta que la atracción por lo prohibido tiene bastante que ver con el uso juvenil de las drogas. Y tampoco parece querer verse que es la prohibición, con la necesidad que conlleva de establecer circuitos de distribución impermeables a la acción policial, la que hace del mercado juvenil el más seguro para los vendedores, pues en él es más difícil la infiltración de las fuerzas del orden al tiempo que las relaciones y contactos que pueden facilitar la distribución acostumbran a ser más amplios que entre los adultos.

Los mitos que la prohibición genera dotan a las sustancias de valores más allá de lo farmacológico, convirtiéndose cada una de las drogas en signos y símbolos de deseos o aspiraciones. Así, la cocaína ha sido símbolo de dinero, poder y autonomía, al igual que la heroína lo es de marginalidad y tragedia. La marihuana ha significado contestación y radicalidad, como las anfetaminas han simbolizado laboriosidad e integración en el sistema productivo primero y, tras su ilegalización, han representado los valores de cierta juventud que busca en los fines de semana válvulas de escape y diversión.

Por otra parte, sumergir en la ilegalidad ciertas actividades conlleva hacer desaparecer de la luz pública la gran mayoría de datos fiables relacionados con la misma. Así, hoy en día es casi imposible saber la magnitud del problema al que decimos enfrentarnos, desconociendo como desconocemos el número real de usuarios de cada una de las drogas ilegales, las condiciones de su uso, el grado de problemas médicos o sociales que conlleva realmente su uso, a quién y a qué precio se compran las drogas, cuáles son las composiciones reales de lo vendido, etc. A medida que intentamos solucionar el problema, sólo conseguimos saber menos acerca de él, trasluciéndose tan sólo aquellos hechos que, justamente por su escandalosa magnitud, no hacen sino deformar la visión que tenemos de la situación, acentuando sus rasgos más morbosos, escandalosos o inquietantes. Por la naturaleza misma de la prohibición, y por la aureola de fascinación y escándalo creada artificialmente alrededor del tema de las drogas, cualquier encuesta realizada sobre el tema, al margen de la problemática que cualquier extrapolación a partir de una muestra conlleva, es en este tema especialmente poco fiable. Alguien falseará los datos diciendo no ser consumidor por la mala imagen asociada, y otros dirán que consumen sin que sea cierto porque, en determinados sectores, queda bien. Así llegamos a la situación paradójica de que, conociendo con gran exactitud los problemas relacionados con el consumo de las drogas legales, como ansiolíticos, pastillas para dormir, alcohol o tabaco, apenas haya preocupación, a nivel popular, por estos datos, mientras que lo que de verdad nos atemoriza es aquello de lo que menos sabemos y cuya información nos llega más sesgada e incompleta. Por supuesto, esta situación de falta de datos es contraria a cualquier enfoque serio y científico del problema, y resulta problemática para quien tenga como objetivo conocer la verdad, pero redunda estupendamente en beneficio de quienes tienen interés en enturbiarla y desinformar. Los datos que no se conocen o que no se pueden contrastar, pueden inventarse. Ya sabemos que, según una conocida frase, hay quien utiliza las estadísticas igual que los borrachos las farolas; no para iluminarse sino para sostenerse.

En lo que se refiere a la corrupción, es evidente que la gran cantidad de dinero que mueve hoy el negocio de las drogas hace posible la compra de favores o servicios por parte de los narcotraficantes a aquellos estamentos que deberían velar por el cumplimiento de la ley. Así, no es raro encontrar en todos los lugares donde las drogas están prohibidas, implicaciones con el narcotráfico por parte del cuerpo político, judicial y policial del país. Juan Carlos Usó ha recopilado una lista de 151 titulares (no repetidos, por supuesto) entre los años 1990 y 1995 de artículos sobre funcionarios públicos implicados en tráfico de drogas . Sobre este tipo de casos, escribe Escohotado: “Si -según los cálculos policiales- uno de cada diez traficantes particulares es descubierto, en el caso de funcionarios públicos dedicados a la represión convendrá hablar de uno por cien. Cuando se trata de miembros de las brigadas dedicadas específicamente a estupefacientes -y, en particular, a operaciones de infiltración y doble juego- las probabilidades simplemente son nulas: existe dispensa. Haciendo las oportunas operaciones matemáticas, resulta que el número de represores comprometidos podría ser elevado.” Preocupación por el mismo tema muestra la Comisión de Drogas del Colegio de Abogados de Barcelona al criticar los proyectos legislativos del Gobierno que, entre otras cosas, posibilitarán que los policías se infiltren en redes de narcotráfico. En palabras del letrado Francesc Xavier Gràcia, “esto nos da mucho miedo, porque si sale adelante esa ley, dejará de haber guardias civiles y policías implicados en tráfico de drogas, porque se nos dirá que estaban de servicio.” Como podemos intuir, no sólo la necesidad de los narcotraficantes de procurarse los favores de los agentes de la ley conlleva corrupción; el mismo hecho de que las drogas sean un comercio deseable y fuertemente lucrativo hace que atraiga a aquellas personas que están cerca del mismo. Así, el policía que conoce las redes por las que se mueven los traficantes, dispone de información que puede usar en su propio provecho, formando su propia cadena de distribución, tal y como demasiadas veces ha sucedido.

Otro tipo de uso ilegítimo del aparato estatal ocasionado por la prohibición es aquella bienintencionada corrupción que busca aprovecharse de los beneficios que pueden obtenerse del tráfico de droga con propósitos ‘nobles’. En este sentido, EE.UU., paladín de la lucha antidroga, ha sucumbido repetidamente a esta tentación, siendo especialmente escandaloso el caso, revelado recientemente, que vincula a la CIA en el tráfico de drogas, crack en particular, en los barrios negros de Los Angeles para financiar la contra nicaragüense.

Recientemente, Guillermo González Calderoni, jefe superior de policía en México ha revelado las implicaciones entre narcotraficantes y políticos en México. Según sus revelaciones, que ya no sorprenden dado que muestran la repetición de un esquema clásico allí donde hay un importante movimiento de drogas, los narcotraficantes financiaron generosamente al gobierno de Salinas, el mismo gobierno que le acusó a él de aceptar pagos de traficantes de droga y de torturar a sospechosos de traficar. Unos meses más tarde de estas declaraciones, el general Jesús Gutierrez Rebollo, máximo responsable en México de la lucha contra el narcotráfico ingresó en la carcel, junto dos colaboradores próximos, acusado de traficar con drogas, de cohecho y de amenazar la seguridad nacional. Doscientos policías fueron también detenidos. Según el Gobierno de México, se había descubierto que el general colaboraba estrechamente con el cártel de Juarez, uno de los principales grupos mexicanos destinados al narcotráfico. A raiz de estas investigaciones, se hizo público que las operaciones realizadas por el general, algunas muy espectaculares, tenían como objetivo debilitar a grupos de narcotraficantes rivales . El clima embrutecido que esta corrupción genera, provoca una situación añadida de inestabilidad en países ya de por si frágiles. Así, en Colombia, donde las plantaciones de coca son irrigadas sistemáticamente por el ejército con pesticidas tóxicos, los campesinos han protagonizado recientemente revueltas contra la erradicación de sus cultivos tradicionales, que, a su vez, han sido aprovechadas a su favor por la guerrilla para intensificar la presión armada contra el ejército.

1 Comments:

Anonymous viagra online said...

No creo que la prohibicion de las drogas sean la forma de erradicarlas ya que siempre las cosas que se prohiben son lo que hace mas rapido

10:09 AM  

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