Drogas y el afán prohibidor

Un ensayo sobre las drogas, las prohibiciones y los delirios colectivos

Una idea de Jordi Cebrián

Estados Unidos como paradigma

Si hay una experiencia en la gestión del problema de las drogas que debe hacernos reflexionar, ésta es sin duda la de EE.UU. Y esto es así por varios motivos. En primer lugar, habida cuenta de la importancia política y económica del país, las estrategias seguidas allí, así como los debates que tienen lugar respecto a las mismas, son claves para entender los posibles cursos de acción del resto de las naciones. En segundo lugar, la política de ‘tolerancia cero’ que viene teniendo lugar desde el inicio del mandato de Reagan ha llevado los despropósitos y la paranoia a tales extremos que de no ser reales parecerían exageraciones salidas de la mente de antiprohibicionistas imaginativos. EE.UU. es hoy el país democrático donde existen, tal vez, las más duras leyes antidroga, tanto para el tráfico como para el consumo y, como no podía ser de otra manera, donde más se aprecian, por tanto, en todo su horror, las calamitosas consecuencias de esa política. Por esto mismo ha de servirnos de reflexión a menudo si deseamos evaluar cómo es posible que tal sarta de disparates se mantenga pese a sus desastrosos resultados.

El estudio del caso norteamericano tiene, además, otro objetivo. Es una opinión bastante generalizada que no será posible un cambio sustancial de actitud mundial respecto al problema de las drogas si no se da en primer lugar en EE.UU. Ningún estado adoptaría hoy en día medidas liberalizadoras de hondo calado sin su beneplácito. En este sentido, entender qué está pasando allí, qué resultados obtienen y que perspectivas de futuro se vislumbran puede resultar iluminador.

Veamos pues como están por allí las cosas.

El número de usuarios de drogas en EE.UU. en 1994, según los datos del Federal Government's Household Survey on Drug Abuse, la encuesta que acostumbra a tomar como referencia el gobierno norteamericano, eran 12.200.000 personas. Si bien estos datos suelen ser los más citados, se considera que la realidad podría alcanzar el doble, dado el hecho de que esta encuesta se realiza mediante llamadas telefónicas aleatorias donde se pregunta al que responde respecto a su consumo de drogas. Realmente, dados los tiempos que por allí corren, y las penas cada vez mayores para quienes cometen esas felonías, no parece probable que todas las personas contesten con absoluta sinceridad a un desconocido que llama a su casa preguntándole por sus hábitos delictivos. La organización Mundial de la Salud, al referirse a los datos respecto al uso de sustancias ilícitas, reconoce: “Es difícil obtener estimaciones fiables de la extensión y la prevalencia del consumo de drogas ilícitas dado que los usuarios tienden a esconderse. Es verosímil que su numero este infraevaluado en las encuestas domiciliarias [como es el caso de la anterior] pues los usuarios no están muy inclinados a responder francamente por miedo a represalias.” De cualquier modo, la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes reconoce que EE.UU. es hoy en día el primer consumidor de drogas ilícitas del planeta .

Pero no importa tanto el número exacto de consumidores sino los problemas que eso crea y las medidas que se vienen aplicando para tratar con ellos. Aproximadamente, en un año típico se producen en EE.UU. 2.200 muertes debidas a la cocaína, 2.000 atribuidas a la heroína y, por supuesto, ninguna atribuible a la marihuana o al hachís. Al mismo tiempo, el tabaco mata allí a 400.000 fumadores anualmente y a 50.000 fumadores pasivos, en tanto que el alcohol provoca unas 80.000 muertes. A la inofensiva aspirina se le atribuyen unas 2.000 defunciones . La marihuana, la droga que lleva más gente a la cárcel y provoca unos 900.000 arrestos anuales por su posesión, uso o venta, no ha provocado nunca una sola muerte en el mundo, mientras que el tabaco y el alcohol provocan en un sólo año más muertes que todas las drogas ilegales en toda la historia de EE.UU. Anualmente, las muertes atribuidas a drogas prohibidas suponen un 1% respecto a las muertes provocadas por drogas legalizadas, en tanto que la proporción de usuarios de unas respecto a otras es de 5 a diez veces superior a ese uno por ciento. Además, tal y como he querido dejar claro en repetidas ocasiones, un porcentaje altísimo de las muertes debidas a la heroína o la cocaína son atribuibles a las consecuencias de la prohibición. Nos daremos cuenta de inmediato que el principal problema que las drogas ocasionan a sus usuarios es de orden legal.

Desde mediados de la década de los ‘80, la política antidrogas de EE.UU. ha ido tomando cada vez caracteres más represivos. La penalización no sólo de la producción, tráfico y posesión, sino también del consumo, ha generado en primer lugar un colapso del sistema penal y penitenciario importantísimo, con el correspondiente coste monetario asociado. El presupuesto para la persecución de todos los casos de drogas, sólo a nivel federal, que era ya de 78,9 millones de dólares en 1982, alcanzó en 1993 la cifra de 795,9 millones de dólares .

He comentado ya las cifras referentes a personas encarceladas allí por asuntos de drogas. Pero hay que destacar al respecto que los encarcelamientos muestran patrones singulares. Uno de cada cuatro jóvenes negros se encuentra en prisión, la mayoría de ellos arrestados por delitos de drogas sin violencia. En la ciudad de Washington, por ejemplo, la mitad de los hombres negros están encarcelados o en libertad condicional. Parecidas situaciones se dan en los ‘ghettos’ negros de Florida, Baltimore, New York o New Jersey . Los movimientos antiprohibicionistas denuncian, con razón, los problemas de integración con que previsiblemente se encontrarán estos hombres, negros y con antecedentes penales y de prisión, cuando sean liberados. Las minorías raciales pobres y los menores de edad en barrios marginales son dos sectores de la población especialmente proclives a ser usados por las redes de tráfico de drogas a medida que las leyes se endurecen. Téngase en cuenta que una de las características más importantes para triunfar en el mercado ilegal de las drogas es la dificultad de ser investigado. En este sentido estos dos grupos son los que minimizan estos riesgos, dada la relativa facilidad con que pueden ser detectados intentos de infiltración por parte de las fuerzas policiales. Por otra parte, el hecho de endurecer las penas hace que el negocio del tráfico a pequeña escala, así como los trabajos de traslado de las drogas, deriven hacia los menores, menos responsables penalmente y a quienes resulta más seguro y fácil manejar.

Vale la pena prestar algo de atención a los inventos legales que el gobierno federal ha realizado para conseguir una ‘America libre de drogas’. Uno de los más injustos es sin duda el de las ‘sentencias mínimas forzosas’ (mandatory sentences). De manera resumida, consiste en que la legislación establece estancias mínimas forzosas en prisión para ciertos delitos relacionados con las drogas. Así por ejemplo, estar implicado en el tráfico de cantidades superiores a 200 g. de cocaína comporta un mínimo de 10 años en una prisión federal, aunque no existan antecedentes criminales ni constancia de uso de drogas. Esta artimaña jurídica es la que llevó por ejemplo a condenar a Tonya Drake por haber aceptado 47$ de un desconocido por enviar por correo un paquete cuyo contendido desconocía y en el que había 232 g. de cocaína en forma de crack. Aunque el juez estaba convencido de que la acusada realmente desconocía el hecho, se vio forzado por la ley a imponerle los 10 años de cárcel, no sin antes declarar: “Esto es una locura, pero no puedo hacer nada al respecto.” El juez Harold Greene del Distrito de Columbia se negó a imponer la sentencia mínima obligatoria, 17 años de cárcel, por la venta en la calle de una sola pastilla de Dilaudid, un analgésico opiáceo, señalando la “enorme disparidad” entre la ofensa y el castigo. El juez opinó que este mínimo era “cruel e inusual” y “bárbaro”. Por su parte, otro juez, J. Lawrence Irving, de San Diego, nombrado por Reagan, llegó hasta el extremo de presentar su dimisión en protesta contra las excesivas sentencias obligatorias que se veía forzado a imponer por ofensas menores, casi siempre a jóvenes miembros de minorías. El juez declaró que “el Congreso ha deshumanizado el proceso de sentenciar. No puedo, en conciencia, sentarme en el banco y dictar sentencias que son injustas.” Contra lo que podría parecer, éstos no son caso anecdóticos, hasta el punto de que muchos jueces han decidido no intervenir en casos de droga por lo limitadas que tienen sus funciones en los mismos.

Por otra parte, expertos legales norteamericanos denuncian que los tribunales están empezando a permitir registros y detenciones sin base razonable que habrían denegado de no haberse tratado de una cuestión de drogas. La Corte Suprema de Estados Unidos ha permitido extender el uso de los llamados ‘perfiles tipo’ del traficante que permiten detener y registrar a una persona si sus características de apariencia y comportamiento la hacen sospechosa. No hay ni que decir que los hispanos y los negros son dos de los ‘perfiles tipo’ más comunes, aunque éstos se extienden a aquellas personas que, por su manera de vestir, peinarse o comportarse, no se ajustan a la ‘normalidad’ cultural mayoritariamente aceptada.